Epifanio Borges Montoy • Chiclero de las selvas mayas
•En privado
Calakmul, Campeche. Agustín del Castillo, enviado. MILENIO-JALISCO. Edición del 18 de septiembre de 2011. Este proyecto de investigación fue ganador de una beca de Fundación AVINA en la emisión 2008-2009. FOTOGRAFÍAS: MARCO A. VARGAS
Un oficio en vías de desaparecer en el México tropical es el del chiclero. Son los recolectores de la resina de un árbol llamado Chicozapote o Zapote Blanco, que tuvo alta demanda mundial porque el chicle o goma de mascar se producía con ese material. Los chicleros fueron, parafraseando a Joseph Conrad, “una avanzada del progreso”, entendido como la conquista y transformación humana de los parajes más salvajes y remotos que le quedaban al país hace más de medio siglo.
La historia de Epifanio Borges Montoy tiene retazos de epifanía, pecado y expiación. Vio como pocos humanos los esplendores de la selva maya que se extendía inmensa entre las majestuosas, y hasta hace poco, olvidadas ruinas mayas de Calakmul, y hacia el sur, más allá de las fronteras nacionales con Guatemala y Belice. En su oficio, holló esas remotas florestas acompañado de muchos recolectores; detrás de ellos venían los constructores de caminos y los talamontes, oficios que tampoco le fueron ajenos.
Nació en el municipio de Hopelchén, “llegué a esta zona en 1955, con trece años de edad. Vine con mis tíos, uno era el capataz, y con mi padrastro, y al final mi mamá, que era cocinera; en la Central Chiclera de Altamira estuvimos acampamentados, fue el año en que llegó el huracán Janet a Chetumal”.
El meteoro arrasó con el entonces pequeño pueblo costero de once mil almas que era capital del territorio de Quintana Roo, y le pegó a la selva. Y como hubo presupuesto público para rehabilitar camino y extraer maderas muertas, la desgracia de unos fue ingresos extra para los esforzados chicleros
La extracción de resina era actividad principal, pero la madera la aprovechaban en las secas. “Sólo era madera preciosa, el durmiente se manejaba en al zona de Escárcega, por ahí pasaba el ferrocarril…”.
El trabajo de los chicleros era realmente de exploración y constituyeron los primeros asentamientos humanos en siglos en algunas zonas de la selva. “Contrataban a la gente y se la traían aquí en avioneta; se formaban grupos de 20 a 25 personas, con dos cocineras, y los transportaban a parajes para formar sus campamentos; en tres a cuatro días tenía uno que hacer su champa [tienda] de guano, de palma, y se armaba todo y empezaba uno a trabajar; en ese campamento duraba uno tres o cuatro meses, o según se fuera alejando el trabajador, se abría otro campamento…”.
La resina del chicozapote es “un látex blanco”; el chiclero le hace cortes finos con machete e introduce la resina líquida en sacos de dos y medios kilos, que luego fríe para “acosturarlo”.
Sólo si hay mucho descuido se mata al árbol. Un chicozapote aprovechado vuelve a ser visitado a los siete años. “En esos tiempos había de 600 a 700 chicleros en toda la geografía de Quintana Roo, Guatemala, y Belice”, pero hace dos décadas, las resinas artificiales redujeron drásticamente la demanda mundial. Don Epifanio, de 67 años, ya vio pasar sus mejores años, y hoy apoya labores de conservación en la reserva de la biosfera de Calakmul, donde evita que se corten árboles o se colonicen parajes valiosos para la vida silvestre.
El oficio de chiclero se extingue más rápido que las aún enormes pero alteradas florestas tropicales de México y Centroamérica.
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