Crónica. Francisco Villa, un poblado con precaria economía en La Huerta, fue severamente dañado por el paso violento del huracán Jova
Francisco Villa, La Huerta. Agustín del Castillo. MILENIO-JALISCO. Edición del 15 de octubre de 2011
No era todavía la media noche cuando se escuchó un ulular salvaje entre el viento. Llovía desde horas atrás. El estruendo estremeció los techos de lámina o asbesto de las viviendas, meció violentamente los árboles, hizo flaquear los postes de energía eléctrica y del cableado del teléfono.
El albergue ya estaba montado, pero con apenas 30 refugiados, pues cientos de moradores de Francisco Villa —un poblado de medio siglo, de los muchos que colonizaron la llamada tierra pródiga con una carpeta básica de ejido bajo el brazo— no creyeron que venía Jova.
Y a la una de la mañana del martes 11 de octubre, llegó el meteoro desde el mar. Velocidades de 160 kilómetros por hora, huracán categoría II y mucha agua. El impacto lo desaceleró, pero los estragos no se pudieron evitar.
“Empezaron a volar los techos, fue muy fuerte; algunos salimos a la escuela donde está el albergue, muchos se quedaron en sus casas [...] cuando en la mañana fui al centro de salud, salí y vi que el río iba hacia arriba...”. Hilda Engracia Hernández Torres es nativa de esta localidad de historia un tanto desgraciada. Hace tres décadas perdieron un largo pleito agrario con el ejido Emiliano Zapata y se quedaron sin tierras para sembradíos o pastoreo, lo que hace que hoy la economía se nutra del oficio precario y magro del albañil o de los empleos paupérrimos de mantenimiento y jardinería en hoteles y residencias de este litoral.
Hilda vio techos arrancados de las casas, postes derribados sobre la calle, anuncios que se desplomaron sobre la carretera; y vio cómo el río Cuitzmala empezaba a devorar las calles, primero por el canal que separa al poblado del vecino Emiliano Zapata; después, por los potreros adyacentes, hasta perder la línea armoniosa que transcurre hacia el mar. Fue un océano. El agua penetró a las casas y arruinó el menaje simple pero que es fortuna para patrimonios modestos. Algunos lloraron de impotencia. Otros se apuraron y salieron hacia la escuela primaria del profesor Juan Ramón Zárate, que llegó a recibir más de cien lugareños. Tras una noche en tinieblas, una mañana gris entre el agua en ascenso: “Empezamos a evacuar el albergue porque el río nunca había subido tanto, pero afortunadamente se detuvo antes de brincarnos... y todos nos quedamos tranquilos”, comenta el mentor, con 28 años en esta comunidad.
Don Eugenio Flores Farías, de 62 años, uno de los pioneros del ejido frustrado, tiene medio siglo en este litoral y no recuerda “un ciclón” tan fuerte.
“Yo tenía como doce o trece años cuando pegó un huracán y vino un mal tiempo que destrozó casas; las láminas también volaban, pero no había carretera para llegar, todo estaba rodeado de monte [selva] y era un pueblo muy chiquito; había una brecha del lado de La Manzanilla, y entraba uno pegado al mar por El Rebalsito, recuerdo que pasábamos un puente colgante de madera; uno se dedicaba a sembrar maíz, ajonjolí, a lo que podía [...] ahora ya no podemos sembrar”.
El hombre canoso debe dedicar su vida a la albañilería para mantener a su mujer, que la noche anterior tuvo un colapso nervioso porque se les vino un poste de teléfonos encima de su casa. Los sacaron de su domicilio como a las 23:30 horas, poco antes de la irrupción de Jova. El viejo se quiebra de pena ante el mundo que se le viene encima con una casa dañada, mojada, y sin trabajo.
Los chiquillos corren despreocupados. En las charcas, brincan de gozo ignorantes de las tribulaciones de sus mayores. El río, ese dios pardo, ha calmado sus ímpetus y comienza a regresar a su cauce, tras recordar “lo que los hombres tratan de olvidar” (TS Elliot,
Cuatro cuartetos, III).
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